Creo
que tú sabes de lo que hablo. De esa sensación apenas perceptible
que serpentea por tu columna vertebral. Hablamos de cuando estás en
algún lugar totalmente gris y de repente pasa. Hablamos de cuando de
repente empieza a llover, y se te calan hasta los calcetines. Y tu
sigues bajo la lluvia, mirando al cielo y respirando tan solo.
O
hablamos también del atardecer en aquel descampado, oyendo solo al
viento. O quizá de aquel amanecer sentado contra la pared, en el que
tan solo la bombilla parpadeante te puede traer de vuelta al mundo.
Hablo
de que, a pesar de la esceptibilidad, los motivos para retraerte y
las mil murallas mentales que nos vamos construyendo poco a poco
según la vida nos va jugando malas pasadas hay que aprender a
quedarse desnudo ante tí mismo. Por que si no consigues verte sin el
muro de cemento, es que te estás perdiendo todos esos pequeños
placeres, considerados también como pequeños pecados personales,
que te llevan a sonreir a media voz, y a guiñarle el ojo al mundo de
nuevo. A pesar de todo, hablamos de esos momentos en los que te
gustaría que se parara el reloj de arena y todo estuviera quieto.
Quizá nunca tenga las cartas correctas en esta partida, y puede que tropiece otras mil veces por el camino, pero me voy a seguir considerando una amante de estos pequeños placeres y causas perdidas que me llevan a seguir paseando por estas calles llenas de caras sin nombre y de pasos sin banda sonora.
Quizá,
a pesar de todo, el poder seguir dando pequeños suspiros me hace
aferrarme a lo que tengo como un clavo ardiendo. Y perderé, pero
nunca podrás decir que he dejado de jugar.
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